Tema 26. La libertad, la ley y la conciencia

Dios ha querido la libertad para que el hombre busque sin coacciones a su Creador y Redentor.

La libertad humana plena posee un gran valor porque sólo ella hace posible el amor.

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1. La libertad de los hijos de Dios

La libertad humana tiene varias dimensiones. La libertad de coacción es la que goza la persona que puede realizar externamente lo que ha decidido hacer, sin imposición o impedimentos de agentes externos; así se habla de libertad de expresión, de libertad de reunión, etc. La libertad de elección o libertad psicológica significa la ausencia de necesidad interna para elegir una cosa u otra; no se refiere ya a la posibilidad de hacer , sino a la de decidir autónomamente, sin estar sujeto a un determinismo interior. En sentido moral , la libertad se refiere en cambio a la capacidad de afirmar y amar el bien, que es el objeto de la voluntad libre, sin estar esclavizado por las pasiones desordenadas y por el pecado.

Dios ha querido la libertad humana para que el hombre «busque sin coacciones a su Creador y, adhiriéndose libremente a Él, alcance la plena y bienaventurada perfección. La libertad del hombre requiere, en efecto, que actúe según una elección consciente y libre, es decir, movido e inducido personalmente desde dentro y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esa dignidad cuando, liberándose totalmente de la esclavitud de las pasiones, tiende a su fin con la libre elección del bien y se procura medios adecuados para ello con eficacia y esfuerzo crecientes» [1].

La libertad de la coacción exterior, de la necesidad interior y de las pasiones desordenadas, en una palabra, la libertad humana plena posee un gran valor porque sólo ella hace posible el amor (la libre afirmación) del bien porque es bien, y por tanto el amor a Dios en cuanto bien sumo, acto con el que el hombre imita el Amor divino y alcanza el fin para el que fue creado. En este sentido se afirma que «la verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre» [2].

La Sagrada Escritura considera la libertad humana desde la perspectiva de la historia de la salvación. A causa de la primera caída, la libertad que el hombre había recibido de Dios quedó sometida a la esclavitud del pecado, aunque no se corrompió por completo (cfr. Catecismo, 1739-1740). Por su Cruz gloriosa, anunciada y preparada por la economía del Antiguo Testamento, «Cristo obtuvo la salvación para todos los hombres. Los rescató del pecado que los tenía sometidos a esclavitud» (Catecismo, 1741). Sólo colaborando con la gracia que Dios da por medio de Cristo el hombre puede gozar de la plena libertad en sentido moral: «para ser libres nos libertó Cristo» (Ga 5, 1; cfr. Catecismo, 1742).

La posibilidad de que el hombre pecara no hizo que Dios renunciase a crearlo libre. Las autoridades humanas deben respetar la libertad y no ponerle más límites que los exigidos por las leyes justas. Pero a la vez conviene no olvidar que no basta que las decisiones sean libres para que sean buenas, y que sólo a la luz del grandísimo valor de la libre afirmación del bien por parte del hombre se entiende la exigencia ética de respetar también su libertad falible.

2. La ley moral natural

El concepto de ley es análogo. La ley natural, la Nueva Ley o Ley de Cristo, las leyes humanas políticas y eclesiásticas son leyes morales en un sentido muy distinto, aunque todas ellas tienen algo en común.

Se llama ley eterna al plan de la Sabiduría divina para conducir toda la crea­ción a su fin [3]; por lo que se refiere al género humano, se corresponde al eterno designio salvífico de Dios, por el que nos ha elegido en Cristo «para ser santos e inmaculados en su presencia», «eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo» (Ef 1, 4-5).

Dios conduce cada criatura a su fin de acuerdo con su naturaleza. Concreta­mente, «Dios provee a los hombres de manera diversa respecto a los demás seres que no son personas: no “desde fuera”, mediante las leyes inmutables de la naturaleza física, sino “desde dentro”, mediante la razón que, conociendo con su luz natural la ley eterna de Dios, es capaz de indicar al hombre la justa dirección de su libre actua­ción» [4].

La ley moral natural es la participación de la ley eterna en la criatura racio­nal [5]. Es «la misma ley eterna ínsita en los seres dotados de razón, que los inclina al acto y al fin que les conviene» [6]. Es, por tanto, una ley divina (divino-natural). Consiste en la misma luz de la razón que permite al hombre discernir el bien y el mal, y que tiene fuerza de ley en cuanto voz e intérprete de la más alta razón de Dios, de la que nuestro espíritu participa y a la que nuestra libertad se adhiere [7]. Se la llama natural porque consiste en la luz de la razón que todo hombre tiene por naturaleza.

La ley moral natural es un primer paso en la comunicación a todo el género humano del designio salvífico divino, cuyo completo conocimiento sólo se hace posible por la Revelación. La ley natural «tiene por raíz la aspiración y la sumisión a Dios, fuente y juez de todo bien, así como el sentido del prójimo como igual a sí mismo» (Catecismo, 1955).

- Propiedades . La ley moral natural es universal porque se extiende a toda persona humana, de todas las épocas (cfr. Catecismo, 1956). «Es inmutable y permanente a través de las varia­ciones de la historia; subsiste bajo el flujo de ideas y costumbres y sostiene su progreso. Las normas que la expresan permanecen substancialmente valederas» (Catecismo, 1958) [8]. Es obligatoria ya que, para tender hacia Dios, el hombre debe hacer libremente el bien y evitar el mal; y para esto debe poder distinguir el bien del mal, lo cual sucede ante todo gracias a la luz de la razón natural [9]. La observancia de la ley moral natural puede ser algunas veces difícil, pero jamás es imposible [10].

- Conocimiento de la ley natural. Los preceptos de la ley natural pueden ser conocidos por todos mediante la razón. Sin embargo, de hecho no todos sus preceptos son percibidos por todos de una manera clara e inmediata (cfr. Catecismo , 1960). Su efectivo conocimiento puede estar condicionado por las disposiciones personales de cada uno, por el ambiente social y cultural, por la educación recibida, etc. Puesto que en la situación actual las secuelas del pecado no han sido totalmente eliminadas, la gracia y la Revelación son necesarias al hombre para que las verdades morales puedan ser conocidas por «todos y sin dificultad, con una firme certeza y sin mezcla de error» [11].

3. La ley divino-positiva

La Ley Antigua, revelada por Dios a Moisés, «es el primer estado de la Ley re­velada. Sus prescripciones morales están resumidas en los Diez mandamientos» (Catecismo, 1962), que expresan conclusiones inmediatas de la ley moral natural. La entera economía del Antiguo Testamento está sobre todo ordenada a preparar, anunciar y significar la venida del Salvador [12].

La Nueva Ley o Ley Evangélica o Ley de Cristo «es la gracia del Espíritu Santo dada mediante la fe en Cristo. Los preceptos externos, de los que también habla el Evangelio, preparan para esta gracia o despliegan sus efectos en la vida» [13].

El elemento principal de la Ley de Cristo es la gracia del Espíritu Santo, que sana al hombre entero y se manifiesta en la fe que obra por el amor [14]. Es fundamentalmente una ley interna, que da la fuerza interior para realizar lo que enseña. En segundo lugar es también una ley escrita, que se encuentra en las enseñanzas del Señor (el Discurso de la montaña, las bienaventuranzas, etc.) y en la catequesis moral de los Apóstoles, y que pueden resumirse en el mandamiento del amor. Este segundo elemento no es de importancia secundaria, pues la gracia del Espíritu Santo, infusa en el corazón del creyente, implica necesariamente «vivir según el Espíritu» y se expresa a través de los «frutos del Espíritu», a los cuales se oponen las «obras de la carne» (cfr. Ga 5, 16-26).

La Iglesia, con su Magisterio, es intérprete auténtico de la ley natural (cfr. Catecismo, 2036). Esta mi­sión no se circunscribe sólo a los fieles, sino que —por mandato de Cristo: euntes, docete omnes gentes (Mt 28, 19)— abarca a todos lo hombres. De ahí la responsabili­dad que incumbe a los cristianos en la enseñanza de la ley moral natural, ya que por la fe y con la ayuda del Magisterio, la conocen fácilmente y sin error.

4. Las leyes civiles

Las leyes civiles son las disposiciones normativas emanadas por las autorida­des estatales (generalmente, por el órgano legislativo del Estado) con la finalidad de promulgar , explicitar o concretar las exigencias de la ley moral natural necesarias para hacer posible y regular adecuadamente la vida de los ciudadanos en el ámbito de la sociedad políticamente organizada [15]. Deben garantizar principalmente la paz y la seguri­dad, la libertad, la justicia, la tutela de los derechos fundamentales de la per­sona y la moralidad pública [16].

La virtud de la justicia comporta la obligación moral de cumplir las leyes civi­les justas. La gravedad de esta obligación depende de la mayor o menor importancia del contenido de la ley para el bien común de la sociedad.

Son injustas las leyes que se oponen a la ley moral natural y al bien común de la sociedad. Más concretamente, son injustas las leyes:

1) que prohíben hacer algo que para los ciudadanos es moralmente obligatorio o que mandan hacer algo que no puede hacerse sin cometer una culpa moral;

2) las que lesionan positivamente o privan de la debida tutela bienes que pertene­cen al bien común: la vida, la justicia, los derechos fundamentales de la per­sona, el matrimonio o la familia, etc.;

3) las que no son promulgadas legítimamente;

4) las que no distribuyen de modo equitativo y proporcionado entre los ciuda­da­nos las cargas y los beneficios.

Las leyes civiles injustas no obligan en conciencia; al contrario, hay obligación moral de no cumplir sus disposiciones, sobre todo si son injustas por las razones indi­cadas en 1) y 2), de manifestar el propio desacuerdo y de tratar de cambiarlas en cuanto sea posible o, al menos, de reducir sus efectos negativos. A veces habrá que recurrir a la objeción de conciencia (cfr. Catecismo, 2242-2243) [17].

5. Las leyes eclesiásticas y los mandamientos de la Iglesia

Para salvar a los hombres también ha querido Dios que formen una socie­dad [18]: la Iglesia, fundada por Jesucristo, y dotada por Él de todos los medios para cum­plir su fin sobrenatural, que es la salvación de las almas. Entre esos medios está la potestad legislativa, que tienen el Romano Pontífice para la Iglesia universal y los Obispos diocesanos —y las autoridades a ellos equiparadas— para sus propias circuns­cripciones. La mayor parte de las leyes de ámbito universal están contenidas en el Có­digo de Derecho Canónico. Existe un Código para los fieles de rito latino y otro para los de rito oriental.

Las leyes eclesiásticas originan una verdadera obligación moral [19] que será grave o leve según la gravedad de la materia.

Los mandamientos más generales de la Iglesia son cinco: 1º oír Misa entera los domingos y días de precepto (cfr. Catecismo, 2042); 2º confesar los pecados mortales al menos una vez al año, y en peligro de muerte, y si se ha de comulgar (cfr. Catecismo , 2042); 3º comulgar al menos una vez al año, por Pascua de Resurrección (cfr. Catecismo , 2042); 4º ayunar y abstenerse de comer carne los días establecidos por la Iglesia (cfr. Catecismo , 2043); 5º ayudar a la Iglesia en sus necesidades (cfr. Catecismo, 2043).

6. La libertad y la ley

Existen modos de plantear los asuntos morales que parecen suponer que las exigencias éticas contenidas en la ley moral son externas a la libertad. Libertad y ley parecen entonces realidades que se oponen y que se limitan recíprocamente: como si la libertad empezase donde acaba la ley y viceversa.

La realidad es que el comportamiento libre no procede del instinto o de una necesidad física o biológica, sino que lo regula cada persona según el conocimiento que tiene del bien y del mal: libremente realiza el bien contenido en la ley moral y li­bremente evita el mal conocido mediante la misma ley.

La negación del bien conocido mediante la ley moral no es la libertad, sino el pecado. Lo que se opone a la ley moral es el pecado, no la libertad. La ley ciertamente indica que es necesario corregir los deseos de realizar acciones pecaminosas que una persona puede experimentar: los deseos de venganza, de violencia, de robar, etc., pero esa indicación moral no se opone a la libertad, que mira siempre a la afirmación libre por parte de las personas de lo bueno, ni supone tampoco una coacción de la libertad, que siempre conserva la triste posibilidad de pecar. «Obrar mal no es una liberación, sino una esclavitud [...] Manifestará quizá que se ha comportado conforme a sus preferencias, pero no logrará pronunciar la voz de la verdadera libertad: porque se ha hecho es­cla­vo de aquello por lo que se ha decidido, y se ha decidido por lo peor, por la ausencia de Dios, y allí no hay libertad» [20].

Una cuestión distinta es que las leyes y reglamentos humanos , a causa de la generalidad y concisión de los términos con que se expresan, puedan no ser en algún caso particular un fiel indicador de lo que una persona determinada debe hacer. La persona bien formada sabe que en esos casos concretos ha de hacer lo que sabe con certeza que es bueno [21]. Pero no existe ningún caso en el que sea bueno realizar las acciones intrínsecamente malas prohibidas por los preceptos negativos de la ley moral natural o de la ley divino-positiva (adulterio, homicidio deliberado, etc.) [22].

7. La conciencia moral

«La conciencia moral es un juicio de la razón por el que la persona reconoce la cualidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho» (Catecismo , 1778). La conciencia formula «la obligación moral a la luz de la ley natural: es la obligación de hacer lo que el hombre, mediante el acto de su conciencia, conoce, como un bien que le es señalado aquí y ahora» [23].

La conciencia es «la norma próxima de la moralidad personal» [24], por eso, cuando se actúa contra ella se comete un mal moral. Este papel de norma próxima pertenece a la conciencia no porque ella sea la norma suprema [25], sino porque tiene para la persona un carácter último ineludible: «el juicio de conciencia muestra “en última instancia” la conformidad de un comportamiento respecto a la ley» [26]: cuando la per­sona juzga con seguridad, después de haber examinado el problema con todos los medios a su disposición, no existe una instancia ulterior, una conciencia de la concien­cia, un juicio del juicio, porque de lo contrario se procedería hasta el infinito.

Se llama conciencia recta o verdadera a la que juzga con verdad la cualidad moral de un acto, y conciencia errónea a la que no alcanza la verdad, estimando como buena una acción que en realidad es mala, o viceversa. La causa del error de concien­cia es la ignorancia , que puede ser invencible (e inculpable), si domina hasta tal punto a la persona que no queda ninguna posibilidad de reconocerla y alejarla, o vencible (y culpable), si se podría reconocer y superar, pero permanece porque la persona no quiere poner los medios para superarla [27]. La conciencia culpablemente errónea no ex­cusa de pecado, y aun puede agravarlo.

La conciencia es cierta, cuando emite el juicio con la seguridad moral de no equivocarse. Se dice que es probable, cuando juzga con el convencimiento de que existe una cierta probabilidad de equivocación, pero que es menor que la probabilidad de acertar. Se dice que es dudosa, cuando la probabilidad de equivocarse se supone igual o mayor que la de acertar. Finalmente se llama perpleja cuando no se atreve a juzgar, porque piensa que es pecado tanto realizar un acto como omitirlo.

En la práctica se debe seguir sólo la conciencia cierta y verdadera o la conciencia cierta invenciblemente errónea [28]. No se debe obrar con conciencia dudosa, sino que es preciso salir de la duda rezando, estudiando, preguntando, etc.

8. La formación de la conciencia

Las acciones moralmente negativas realizadas con ignorancia invencible son nocivas para quien las comete y quizá también para otros, y en todo caso pueden contribuir a un mayor obscurecimiento de la conciencia. De ahí la imperiosa necesidad de formar la conciencia (cfr. Catecismo, 1783).

Para formar una conciencia recta es necesario instruir la inteligencia en el conocimiento de la verdad —para lo cual el cristiano cuenta con la ayuda del Magiste­rio de la Iglesia—, y educar la voluntad y la afectividad mediante la práctica de las virtudes [29]. Es una tarea que dura toda la vida (cfr. Catecismo, 1784).

Para la formación de la conciencia son especialmente importantes la humildad, que se adquiere viviendo la sinceridad ante Dios, y la dirección espiritual [30].

Ángel Rodríguez Luño

Publicado originalmente el 21 de noviembre de 2012


Bibliografía básica

Catecismo de la Iglesia Católica, 1730-1742, 1776-1794 y 1950-1974.

Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 6-VIII-1993, 28-64.

Lecturas recomendadas

San Josemaría, Homilía La libertad, don de Dios, en Amigos de Dios, 23-38.

J. Ratzinger, Conciencia y verdad, en Id., La Iglesia: una comunidad siempre en camino, Ediciones Paulinas, Madrid 1992, pp. 95-115.

E. Colom, A. Rodríguez Luño, Elegidos en Cristo para ser santos. Curso de teolo­gía moral fundamental, Palabra, Madrid 2000, pp. 269-289, 316-332, 348-363, 399-409 y 430-434.


[1] Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 17. Cfr. Catecismo, 1731.

[2] Ibidem.

[3] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 93, a. 1, c.; Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis humanae, 3.

[4] Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 6-VIII-1993, 43.

[5] Cfr. ibidem; Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 91, a. 2.

[6] Cfr. Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 44.

[7] Cfr. ibidem.

[8] «La aplicación de la ley natural varía mucho; puede exigir una re­flexión adaptada a la multiplicidad de las condiciones de vida según los lugares, las épocas y las circunstancias. Sin embargo, en la diversidad de culturas, la ley natural permanece como una norma que une entre sí a los hombres y les impone, por encima de las diferencias inevitables, principios comunes» (Catecismo, 1957).

[9] Cfr. Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 42.

[10] Cfr. ibidem, 102.

[11] PÍo XII, Enc. Humani generis: DS 3876. Cfr. Catecismo, 1960.

[12] Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Dei verbum, 15.

[13] Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 24. Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 106, a. 1, c. y ad 2.

[14] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 108, a. 1.

[15] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 95, a. 2; Catecismo , 1959.

[16] Cfr. Juan Pablo II, Enc. Evangelium vitae, 25-III-1995, 71.

[17] Juan Pablo II, Enc. Evangelium vitae, 72-74.

[18] Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Lumen gentium, 9.

[19] Cfr. Concilio de Trento, Cánones sobre el sacramento del Bautismo, 8: DS 1621.

[20] San Josemaría, Homilía La libertad, don de Dios, en Amigos de Dios, 37.

[21] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 96, a. 6 y II-II, q. 120.

[22] Cfr. Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 76, 80, 81, 82.

[23] Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 59.

[24] Ibidem., 60.

[25] Cfr. ibidem., 60.

[26] Ibidem., 59.

[27] Cfr. ibidem., 62; Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 16.

[28] La conciencia cierta invenciblemente errónea es regla moral no de modo absoluto: obliga sólo mientras permanece el error. Y lo hace no por lo que es en sí misma: el poder obligatorio de la conciencia deriva de la verdad, por lo que la conciencia errónea puede obligar sólo en la medida en que subjetiva e invenciblemente se la considera verdadera. En materias muy importantes (homicidio deliberado, etc.) es muy difícil el error de conciencia inculpable.

[29] Cfr. Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 64.

[30] «La tarea de dirección espiritual hay que orientarla no dedi­cándose a fabricar criaturas que carecen de juicio propio, y que se limitan a ejecutar materialmente lo que otro les dice; por el contrario, la dirección espiritual debe tender a formar personas de criterio. Y el criterio supone madurez, firmeza de convicciones, conocimiento suficiente de la doctrina, delicadeza de espíritu, edu­cación de la voluntad» (San Josemaría, Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, 93).

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