El Belén perenne del Sagrario

Publicamos un texto sobre la Navidad. En él se recuerda que los Magos llevaron oro, incienso y mirra. ¿Y qué llevamos nosotros al Niño Jesús?: El trabajo de todas las actividades humanas.

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“Días de Navidad, principios de 1939. Renacer y continuar, comenzar y seguir. En lo material, inercia es no cambiar: no moverse lo quieto, no detenerse lo que se mueve. Pero en lo espiritual, seguir y continuar no es nunca inercia.

Volvamos a lo mismo, siempre a lo mismo: Dios con nosotros, Jesús niño; y nosotros, guiados por los Ángeles, yendo a adorar al Niño Dios, que nos muestran la Virgen y S. José. Por todos los siglos, de todos los confines del orbe, cargados y animados por el trabajo de todas las actividades humanas, irán llegando magos al Belén perenne del Sagrario. Cuida y trabaja, preparando tu ofrenda –tu labor, tu deber– para esta Epifanía de todos los días” [1].

La adoración de los Magos, el Bautismo del Señor, las bodas de Caná: tres manifestaciones de la divinidad del Verbo encarnado, tres epifanías que están colocadas en el tiempo pero tienen sabor de eternidad, porque Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre [2].

En la hermosa carta que encabeza la cuartilla de Noticias del mes de diciembre de 1938, poco más de diez años después de la fundación del Opus Dei, nuestro Fundador contempla al Niño Dios en Belén.

Después de reafirmar la definición de la vida interior que tantas veces hemos actualizado en nuestro itinerario de acercamiento al Señor: comenzar y recomenzar, San Josemaría une el misterio de la adoración de los Magos con nuestro trabajo profesional. Relaciona el alcance eterno de aquella ofrenda con la dimensión divina que pueden cobrar nuestras ocupaciones ordinarias.

Nosotros somos también, de algún modo, aquellos magos que, guiados por la estrella de la vocación, nos acercamos a Belén en el tiempo presente, desde todos los confines del orbe. Los Magos, que no son miembros del pueblo hebreo, sino gentiles, anuncian esa gran convocación que será la Iglesia, Pueblo de Dios. Venían de Oriente, de más allá del Jordán. Preguntaba Herodes dónde estaba el Rey de los judíos.

Los príncipes de los sacerdotes y los escribas sabían que el Mesías tenía que nacer en Belén [3], pero no se molestaron en ir a saludarle. Herodes se inquieta y toda Jerusalén con él [4]; sin embargo, sólo esos extranjeros hacen el viaje. Amar es más que conocer, saber no basta para llegar a Jesús.

Cuarenta días después del nacimiento, cuando el divino Niño había sido presentado en el Templo, el viejo Simeón proclamaba la Salvación de los pueblos y profetizaba a quien iba a ser luz para iluminar a los gentiles y gloria de Israel [5]. Luz divina para todas las naciones y, por eso mismo, gloria de Israel.

Los pastores –hebreos– y los Magos –paganos– son los primeros de una multitud donde ya no habrá diferencia entre judío y griego, entre esclavo y libre, entre varón y mujer [6]. Con los Magos, comienza a cumplirse la profecía de Simeón para los gentiles. Nosotros, siglos después, formamos también parte de ese Pueblo convocado en la Nueva Alianza. «Un pueblo de entre los judíos y los gentiles que se condensará en unidad no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera un nuevo Pueblo de Dios»[7]. El pan de las ovejas perdidas de la casa de Israel se hace pan para todos [8].

Los Magos llevan oro, incienso y mirra. ¿Qué llevamos nosotros al Niño Jesús? Nos acercamos a Belén cargados y animados por el trabajo de todas las actividades humanas.

Cargados

Cargados, porque el trabajo duro, continuo, exigente, es para nosotros peso. El trabajo, siempre vocación del hombre, con el pecado se volvió esfuerzo, lucha y dolor. Con la desobediencia, entró la muerte; muerte que Cristo quiso también padecer.

Nosotros, como los Magos, traemos mirra. Como Nicodemo, llevaremos una mixtura de mirra y áloe a los pies de la Cruz, tomaremos su Cuerpo y lo envolveremos en lienzos, con los mejores aromas que podamos encontrar [9]: mirra de abnegación por amor a Cristo y a las almas, de amor a la Cruz en el trabajo de cada día, aunque cueste y porque cuesta.

El trabajo nuestro, participación en los sufrimientos de Cristo, es también bálsamo para curar, para limpiar y aliviar las tremendas heridas que hemos abierto con nuestros pecados en su Santísima Humanidad. Nada faltó a la Pasión de Jesús para salvarnos, pero, para que sus méritos se nos apliquen, debemos completar en nuestra carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo para su cuerpo que es la Iglesia [10]. Alegría de participar en los sufrimientos de la Cruz para que Cristo se forme en cada miembro de su cuerpo místico: afán de almas, amor redentor del cristiano. Nuestras fatigas sirven para la salvación de muchas almas.

¿Dónde está el Rey de los judíos?, preguntaba Herodes. ¿A dónde iremos, cargados con nuestro trabajo? Iremos al Belén perenne del Sagrario. Allí, como fruto de la Misa –trabajo de Dios–, como fruto de la Cruz, está sustancialmente presente.

El pan de vida, pan bajado del cielo, pan para la vida del mundo [11], nos está esperando ahora en el Belén del Sagrario, donde hay más humildad, más anonadamiento que en la cuna y que en el Calvario. Los Reyes Magos encontraron a Jesús en Bêt-lehem, que significa casa del pan. El grano de trigo que muriendo dará mucho fruto yace sobre un poco de paja [12].

Vamos a Belén con el oro del desprendimiento de los éxitos y de los fracasos, con el incienso de las ganas de servir y de comprender –caridad, pureza: buen olor de Cristo– y la mirra del sacrificio de cada día [13].

Animados

Vamos animados por el trabajo, porque el trabajo es para nosotros camino para llegar a Jesús; es, de algún modo, el camino hacia Belén: allí donde nace el Verbo encarnado, donde Cielos y tierra se unen, en el seno de María y, después, en aquella humilde cuna de Belén. Allí vamos nosotros, que tratamos de unir trabajo y oración, oración y trabajo: el mundo con Dios.

Vamos con buen ánimo, con paso alegre. El trabajo es, en efecto, y a pesar de las dificultades que siempre conlleva –y que algunas veces tanto nos hacen sufrir–, vida, tarea, don, crecimiento, servicio a Dios y a los demás. Por eso tratamos de quererlo, hacerlo con alegría, con entusiasmo: con pasión profesional. El trabajo es, en este sentido, motor que impulsa. Es bueno salir de casa con deseos de cumplir aquella tarea humana que constituye nuestra vocación profesional y, a la vez, nos ubica en la sociedad.

Él es el artesano, el hijo del artesano [14], el que trabajó treinta años en Nazaret. Es el Hijo de Dios que transformó el pan en su Cuerpo. ¡Cuánto le costó el trabajo de la cruz! Abbá, no se haga mi voluntad sino la tuya [15]; y ese sometimiento de la voluntad lo actualizamos cada día cuando el sacerdote, prestando su voz y toda su persona al Señor, actuando in Persona Christi Capitis, repite las palabras de la Institución de la Eucaristía: Esto es mi cuerpo entregado por vosotros. Así vamos, cargados y animados, tras las huellas de quien subió a Jerusalén con el peso de nuestros pecados, animado por deseos de salvación, por deseos de entrega.

Quam dilecta tabernacula tua, Domine virtutum! [16]. Vamos, animados por el trabajo, al Sagrario, al Tabernáculo, a la casa del Señor de los Ejércitos, fuerza de nuestras luchas de paz por alcanzar las virtudes. Le ofrecemos esa lucha a Él, porque no hay nada bueno que hayamos hecho que no venga de Él. ¿Qué tienes que no hayas recibido?, decía San Pablo [17].

Esas virtudes que hemos tratado de ejercer en el trabajo son de Dios: la laboriosidad –mi Padre no deja de trabajar, y yo también trabajo [18]–, la paciencia, la responsabilidad, el cuidado de las cosas pequeñas, el esfuerzo por acabar, el afán por hacer crecer a los demás y la humildad para valorar su trabajo, la alegría, el servicio. En el comenzar y recomenzar está la lucha para adquirir esas virtudes, hábitos operativos que forjan nuestra personalidad y, poco a poco, nos identifican con Cristo.

Para amar

Al trabajar nosotros es Él quien trabaja, quien sufre y se entrega, quien ama. Vamos hacia la casa del Pan, eterno Belén del Sagrario donde está el Hijo único del Padre, el Verbo eterno de Dios. En la patena, uniendo nuestra tarea al pan –fruto de la tierra y de nuestro trabajo–; y en el cáliz, uniendo al vino –fruto de la vid y de nuestro trabajo [19]– la gota de agua de nuestra vida.

Cuida y trabaja, dice san Josemaría. Un trabajo bien hecho, cuidado, esmerado. El trabajo que corresponde al pequeño deber de cada momento: Haz lo que debes y está en lo que haces [20]. Cuidado, esmero, preparación de tu ofrenda.

Vamos al Sagrario que se encuentra en la parroquia, en una iglesia cercana al lugar de trabajo, o de camino; al Sagrario de algún oratorio. Vamos allí para acortar el tiempo hasta la próxima Misa, preparando la ofrenda de la jornada con el cuidado y la impaciencia de los enamorados, con la ilusión de hacer de cada día una Misa, para encomendar a nuestros familiares y amigos, para sentirnos amados..., ¡y para amar! [21].

De modo muy especial, a la hora de las pruebas o cuando hay que dar un nuevo paso, quizá más costoso, hacia un mayor abandono interior, ha llegado el momento de ir al Sagrario a hablar con el Señor, que nos muestra sus llagas como credenciales de su amor; y, con fe en esas llagas que físicamente no contemplamos, descubriremos con los Apóstoles la necesidad de que Cristo padeciera y así entrara en su gloria; acogeremos más claramente la Cruz como un don divino, entendiendo así aquella exhortación de nuestro Padre: empeñémonos en ver la gloria y la dicha ocultas en el dolor [22].

El Sagrario es Belén, casa del pan, siempre demasiado pobre para el Señor. Es Belén porque allí está con su alma, con su cuerpo, con su sangre y su divinidad [23], porque se ofrece, como en Belén, a nuestra contemplación y a nuestra adoración. No vamos a Él con las manos vacías, sino con el trabajo ya hecho y el que queda por hacer.

La Visita al Santísimo Sacramento es una pausa de adoración: Jesús, aquí está Juan el lechero; o también: Señor, aquí está este desgraciado, que no te sabe amar como Juan el lechero [24]. Con nuestro nombre, le hablamos de la ofrenda que le estamos preparando: soy el médico, el obrero, el juez, el maestro de escuela..., que vengo a darte lo que soy y lo que hago; y a pedirte perdón por lo que he dejado de hacer.

Vamos a Él con los ángeles y, como en Belén, está Santa María y está San José. El padre y la madre de familia llevan a sus hijos a saludar a Jesús en el Tabernáculo; el profesional al colega; el estudiante a su amigo, enseñando con el ejemplo cómo la fe mueve a ir al encuentro del Señor que nos espera.

Fe, pureza, vocación

Padrenuestro, Avemaría, Gloria. Yo quisiera, Señor, recibiros con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre, con el espíritu y fervor de los Santos [25] . Después de adorar al Padre nuestro del Cielo, invocamos a la Madre de Dios y Madre nuestra, para que nos enseñe a dar gloria con nuestra vida a la Trinidad.

Ella nos dio el Cuerpo de Jesús; Ella nos da a Cristo en la Eucaristía. Sus manos recibieron el oro, el incienso y la mirra que los Magos ofrecieron a Jesús. En sus manos se purifican nuestras ofrendas y también nuestras miserias. Da brillo al oro de nuestra fe, enciende con su amor materno el incienso de nuestra pureza y llena de aroma la mirra de nuestra entrega. Santa María mantiene vivo el fuego de nuestra fidelidad y de nuestro apostolado. Con ella daremos luz y calor. Seremos lámparas de fe, de caridad ardiente, luz divina que alumbra el camino hacia Belén.

Vamos hacia esa última y eterna epifanía divina, la última revelación que describe el último libro del Nuevo Testamento, escrito cuando, por una parte, parecían crecer las confusiones doctrinales, amenazando la verdad de los cristianos, y, por otra, se desencadenaba la primera persecución universal y sistemática contra la Iglesia.

El emperador, una criatura de barro ebria de gloria humana, pretendía ser adorado como Señor y Dios. Pero las sombras de gloria vana desaparecerán con el río de agua de la vida, claro como un cristal, procedente del trono de Dios y del Cordero. Los que verán su rostro no necesitarán lámparas porque el Señor Dios alumbrará sobre ellos y reinarán por los siglos de los siglos [26].

Mientras tanto, el fulgor divino se propaga como un incendio, de corazón a corazón: fuego apostólico que se alimenta de la fidelidad diaria, con la humildad que persevera en la fe, con el Pan que hace más firme la pureza, con la vocación fortalecida en la Palabra, en la oración.

Oro, incienso y mirra. Fe, pureza y camino: tres puntos intangibles que cada semana consideramos con el Señor y que nos gusta comentar cuando queremos acudir a la ayuda de la dirección espiritual. Así recomenzamos, cada día, cada semana, preparando nuestra ofrenda para la Epifanía de todos los días.

Guillaume Derville


[1] Cfr. San Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, edición crítico-histórica, preparada por Pedro Rodríguez, 3ª ed. Rialp, Madrid 2004, pág. 1051 (comentario al punto 998).

[2] Cfr. Hb 13, 8.

[3] Cfr. Mi 5, 1-3.

[4] Cfr. Mt 2, 4-6.

[5] Lc 2, 34.

[6] Cfr. Gal 3, 28.

[7] Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen Gentium , n. 9.

[8] Cfr. Mt 15, 24-28.

[9] Cfr. Jn 19, 39.

[10] Cfr. Col 1, 24.

[11] Cfr. Jn 6, 35,41,51.

[12] Cfr. Juan Pablo II, Mensaje del Santo Padre para la XX Jornada Mundial de la Juventud (Colonia, agosto 2005) , 26-VIII-2004, n. 3

[13] Cfr. Es Cristo que pasa , nn. 35-37.

[14] Cfr. Mt 13, 55; Mc 6,3.

[15] Cfr. Mc 14, 36.

[16] Sal 84 [83], 2.

[17] Cfr. 1 Co 4, 7.

[18] Jn 5, 17.

[19] Cfr. Misal Romano, Liturgia Eucarística.

[20] Camino , n. 815.

[21] Cfr. Forja , n. 837.

[22] Mons. J. Echevarría, Carta pastoral a los fieles de la Prelatura y cooperadores con ocasión del Año de la Eucaristía, 6-X-2004, en “Romana” 2004 (nº 39), p. 221.

[23] Cfr. Concilio de Trento, sesión XIII, Can. 1.

[24] Cfr. Guillaume Derville, Rezar 15 días con San Josemaría Escrivá , Ciudad Nueva, Madrid 2002, págs. 71-72.

[25] Cfr. San Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, edición crítico-histórica, preparada por Pedro Rodríguez, 3ª ed. Rialp, Madrid 2004, pág. 689 (comentario al punto 540).

[26] Cfr. Ap 22, 1-5.