Fiarse de Dios

Sin Cristo, no hacemos nada. Es la enseñanza que el Maestro dio a sus discípulos en la escena de la pesca milagrosa y que se repite en nuestras vidas.

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Cuenta San Lucas que en una ocasión el Señor predicaba junto al mar de Galilea, y eran tantos los que querían escucharle que tuvo que pedir ayuda. Unos pescadores lavaban las redes en la orilla. Habían terminado la parte fundamental de su trabajo y se ocupaban en otras actividades accesorias, seguramente con la idea de marcharse cuanto antes a casa y descansar. Jesucristo se metió en una de las barcas, la de Simón, y desde ella siguió hablando a la muchedumbre.

El evangelista no se detiene a contarnos el contenido de la enseñanza del Señor. En esta ocasión hay otros hechos hacia los que quiere atraer nuestra atención, porque contienen unas lecciones muy importantes para la vida cristiana.

Lucha y confianza

Quizás Pedro y sus compañeros pensaban que, al terminar de hablar, Jesús regresaría a la orilla y seguiría su camino. Pero no fue así: se dirigió a ellos y les pidió que volviesen a comenzar su tarea, la que estaban ya a punto de terminar. Se sorprendieron, pero Simón tuvo la grandeza de ánimo de sobreponerse al cansancio y contestar: «Maestro, hemos estado bregando durante toda la noche y no hemos pescado nada; pero sobre tu palabra echaré las redes» [1].

Habían trabajado toda una noche. Y había sido en vano. Sabían hacerlo, era su profesión, tenían experiencia. Pero todo eso no había bastado: habían regresado cansados y de vacío. No parece aventurado suponer que estarían desanimados. Quizás a alguno se le había ocurrido incluso que con aquel oficio no se podía ir adelante y había experimentado el deseo –más o menos contenido– de dejarlo todo, porque le invadía una sensación de inutilidad.

Sabemos que esta historia termina con una pesca abundantísima. Si nos preguntamos por la diferencia entre esa eficacia y el fracaso nocturno, la respuesta es inmediata: la presencia de Jesucristo. Todas las demás circunstancias de este segundo intento parecen menos favorables que las del primero: las redes sin terminar de lavar, la hora poco apropiada, la deteriorada condición física y anímica de los pescadores...

El Señor se sirve de todo esto para darles –y para darnos– una enseñanza espiritual muy importante: sin Cristo no hacemos nada. Sin Cristo, el fruto de la lucha será cansancio, tensión, desánimo, ganas de dejarlo; sin Cristo trataremos de engañarnos echando a las circunstancias la culpa de nuestra ineficacia; sin Cristo nos invadirá la sensación de inutilidad. En cambio, con Él la pesca es abundante.

La santidad no consiste en el cumplimiento de un conjunto de normas. Es la vida de Cristo en nosotros. Por eso, más que en hacer, está en dejar hacer, en dejarse llevar; pero correspondiendo. «Tú, cristiano, y por cristiano hijo de Dios, has de sentir la grave responsabilidad de corresponder a las misericordias que has recibido del Señor, con una actitud de vigilante y amorosa firmeza, para que nada ni nadie pueda desdibujar los rasgos peculiares del Amor, que Él ha impreso en tu alma» [2].

Cuando luchamos por ser santos, el hilo de nuestra voluntad se encuentra con el hilo de la Voluntad de Dios y se entrelaza con él para formar un tejido único, una sola pieza que es nuestra vida. Esa trama ha de ir haciéndose cada vez más densa, hasta que llegue un momento en que nuestra voluntad se identifique con la de Dios, de tal modo que no seamos capaces de distinguir una de la otra, porque quieren lo mismo.

Casi al final de su vida en la tierra, Jesús confía a San Pedro: «en verdad, en verdad te digo: cuando eras más joven te ceñías tú mismo y te ibas adonde querías; pero cuando envejezcas extenderás tus manos y otro te ceñirá y llevará adonde no quieras» [3]. Antes te apoyabas en ti, en tu voluntad, en tu fortaleza; antes pensabas que tu palabra era más segura que la mía [4]... y ya ves los resultados. A partir de ahora te apoyarás en Mí y querrás lo que Yo quiera... y las cosas irán mucho mejor.

La vida interior es una tarea de la gracia que requiere nuestra cooperación. El Espíritu Santo sopla e impulsa nuestra barca. Para nuestra correspondencia disponemos de dos remos, por decirlo de algún modo: de una parte, nuestro esfuerzo personal; de otra, la confianza en Dios, la seguridad de que Él no nos deja. Los dos remos son necesarios y hemos de desarrollar los dos brazos si queremos que la vida interior avance. Si falla uno, la barca gira sobre sí misma, es muy difícil de gobernar; el alma camina entonces como a la pata coja: no avanza, se agota, termina por desfallecer y cae fácilmente.

Si falta la decisión eficaz de luchar, la piedad es sentimental, las virtudes escasean: el alma parece llenarse de buenos deseos, que resultan sin embargo ineficaces cuando llega el momento del esfuerzo. Si, en cambio, todo se confía a una voluntad fuerte, a la decisión de lucha sin contar con el Señor, el fruto es aridez, tensión, cansancio, hastío de una pelea que no trae peces a las redes de la vida interior y del apostolado: el alma se encuentra, como Pedro y sus compañeros, en la noche infructuosa.

Si advertimos que algo de esto nos sucede, si a veces caemos en desánimos por apoyarnos demasiado en nuestro conocimiento o experiencia, en nuestra voluntad decidida y fuerte... y poco en Jesucristo, pidamos al Señor que suba a nuestra barca. Nos importa mucho su presencia; mucho más que los resultados de nuestro esfuerzo. Es de notar que el Señor no promete una gran pesca, y Simón no la espera. Pero advierte que de todas maneras vale la pena trabajar por el Señor: «in verbo autem tuo laxabo retia» [5].

Abandono

Volvamos ahora un poco atrás y dirijamos nuestra mirada a la petición de Jesús. «Guía mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca» [6].

Duc in altum. Lleva la barca a lo profundo. Para adentrarse en la vida interior hay que renunciar a tener los pies en un terreno firme, totalmente dominado; es preciso avanzar hasta lugares donde fácilmente habrá olas, donde la barca se mueve y el alma advierte que no lo controla todo, donde si cayéramos al agua podríamos hundirnos.

¿No estaremos más seguros en la orilla, o donde el agua no supere las rodillas, o la cintura, o al máximo los hombros? Quizá, efectivamente, nos sentiríamos más seguros. Pero en la orilla no se pesca nada que valga la pena. Si queremos echar las redes para pescar tenemos que llevar la barca a lo profundo, tenemos que sacudirnos el miedo a perder de vista la costa.

¡Cuántas veces Jesucristo echa en cara a los discípulos su miedo!: «¿por qué os asustáis, hombres de poca fe?» [7]. ¿No mereceremos nosotros ese mismo reproche?: ¿por qué no te fías?, ¿por qué quieres dominarlo y controlarlo todo?, ¿por qué te cuesta tanto caminar cuando el sol no luce en todo su esplendor?

El alma tiende instintivamente a buscar referencias, señales que le confirmen que va bien. El Señor nos las concede en muchas ocasiones, pero no creceremos en la vida interior si dejamos que nos obsesione la necesidad de comprobar nuestro progreso.

Quizá tenemos la experiencia de que en momentos de inquietud, en los que no poseemos un juicio claro sobre nuestra rectitud y nos dejamos arrastrar por el deseo de buscar a toda costa una respuesta, terminamos atribuyendo a una circunstancia nimia un valor del que objetivamente carece: una mirada sonriente o seria, un elogio o una corrección, una circunstancia favorable o un revés, bastan para colorear con su tono brillante u oscuro hechos con los que no guardan relación alguna.

El crecimiento en la vida interior no depende de que estemos seguros de cuál es la Voluntad de Dios. El afán desmesurado de seguridad es el punto donde el voluntarismo se encuentra con el sentimentalismo. En ocasiones, el Señor permite una inseguridad que, bien enfocada, nos ayuda a crecer en rectitud de intención. Lo que importa es abandonarse en sus manos, y en este fiarse de Él se encuentra la paz.

Con nuestra lucha no buscamos provocarnos sentimientos agradables. Muchas veces los tendremos; otras, no. Un poco de examen posiblemente nos haga descubrir que los buscamos con mayor frecuencia de la que imaginamos, si no en sí mismos, sí como señal de que nuestra lucha es eficaz.

Lo advertiremos, por ejemplo, al experimentar desánimo ante una tentación a la que no cedemos, pero que persiste; al sentir fastidio porque algo nos cuesta y –así razonamos– no nos debería costar; al notar molestia porque la entrega no nos atrae del modo sensiblemente arrollador que nos gustaría...

Hemos de luchar en lo que podemos luchar, sin darnos de cabeza contra lo que no está en nuestra mano dominar: los sentimientos no están totalmente sometidos a nuestra voluntad y no podemos pretender que lo estén.

Nosotros hemos de aprender a abandonarnos, dejando en manos de Dios el resultado de nuestra lucha, porque sólo la confianza en Él vence esas inquietudes. Si queremos ser pescadores de altura, hemos de llevar la barca in altum, donde no hacemos pie; hemos de superar el deseo de buscar referencias, de experimentar que vamos adelante. Pero para conseguirlo es decisivo apoyarse en la contrición.

Recomenzar

Simón y sus compañeros siguieron el consejo del Señor «y recogieron gran cantidad de peces. Tantos, que las redes se rompían» [8] Del fruto de aquella audacia se beneficiaron otros que vinieron a ayudarles, y las dos barcas se llenaron tanto que casi se hundían. Abundancia tan extraordinaria, llevó a Pedro a advertir la cercanía de Dios y a sentirse indigno de tal familiaridad: «Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador» [9]. Sin embargo, pocos minutos después, «dejadas todas las cosas, le siguieron» [10]. Y fueron fieles hasta la muerte.

Pedro descubrió al Señor en aquella pesca extraordinaria. ¿Habría reaccionado de la misma manera si la noche anterior le hubiera ido bien en su trabajo? Quizás no. Quizás en un fruto especialmente generoso habría reconocido una ayuda de Jesucristo, pero no habría advertido hasta qué punto Dios estaba cerca y todo se lo debía a Él. Para que el milagro moviera el alma de Simón, convenía que la noche anterior le hubiera ido muy mal a pesar de su empeño sincero.

El Señor se sirve de nuestros defectos para atraernos a Él, siempre que nos esforcemos sinceramente por vencerlos. Por eso, luchando, hemos de querernos como somos, con nuestros defectos. Al hacerse hombre, el Verbo asumió unas limitaciones: las propias de la condición humana, ésas ante las que nosotros a veces nos rebelamos. En el camino de identificación con Cristo es clave asumir los propios límites.

Tantas veces es precisamente la conciencia serena de nuestra indignidad la que nos hace descubrir a Cristo a nuestro lado, porque vemos claro que los peces que hay en nuestras redes no los ha puesto ahí nuestra pericia, sino Dios. Y esa experiencia nos llena de gozo y nos convence una vez más de que es la contrición la que nos hace avanzar en la vida interior.

Entonces, como Pedro, nos lanzamos a los pies de Jesucristo; y, también como él, terminamos por dejarlo todo –¡incluso esa pesca extraordinaria!– para seguirle, porque sólo nos importa Él.

La prontitud para la contrición marca la senda de la alegría. «Precisamente tu vida interior debe ser eso: comenzar... y recomenzar» [11]. ¡Qué honda alegría experimenta el alma cuando descubre en la práctica el significado de estas palabras! No cansarse de recomenzar: he aquí un secreto para la eficacia y para la paz. Porque quien tiene esa actitud deja trabajar al Espíritu Santo en su alma, colabora con Él sin pretender sustituirle, lucha con toda energía y con plena confianza en Dios.

Publicado en 2011. Audio incluido en octubre de 2018.


[1] Lc 5, 5.

[2] Forja, n. 416.

[3] Jn 21, 18.

[4] Cfr. Mt 26, 34-35.

[5] Lc 5, 5.

[6] Lc 5, 4.

[7] Mt 8, 26. Cfr. Mt 14, 31.

[8] Lc 5, 6.

[9] Lc 5, 8.

[10] Lc 5, 11.

[11] Camino, 292.

J. Diéguez